lunes, 11 de mayo de 2009

El Vacío.

EL VACÍO

Un golpe.
Un golpe no significa nada, si es un golpe que no duele, uno fortuito, que puede llegar a tener su gracia. Pero no, un golpe que duele, duele al caer, cuando notas la piel contra el suelo, cuando notas como un martillo se acerca sin poder esquivarlo junto al final de tu columna, cuando duele, pero sobretodo duele en el alma. Cuando tienes derecho a sentir pesar por tu orgullo, cuando lo sientes. Pero no cuando lo que pasa es que a la gente que me rodea le gusta verme sufrir, eso duele.
Dolor.
Dolor es lo que siento cuando pienso que toda mi vida no sirve para nada, que nadie me quiere y nadie me aprecia, que los que están a mi alrededor y fingen ser mis amigos son los que más daño me hacen. Son aquellos que conocen mis debilidades, porque yo, ingenua de mi, se las conté porque creía en esos supuestos confidentes, que luego usaron el pozo de su información en mi contra. Esos que no entienden que el mundo podría ser un lugar mejor, esos que creen que son los mejores y que yo no valgo nada. Esos que me han hecho sufrir durante años, que me olvidan por unos instantes, en los que creo que finalmente encontraré la luz al final de un túnel que oscureció toda mi vida. Me equivoco al pensar que me dejaron en paz, que lo que realmente sucedía era que se les había acabado la imaginación y urdían planes para martirizar mi existencia.
Odio.
Odio es lo que siento cuando veo que no podré contener ni un minuto más estas lágrimas que me queman por dentro. Cuando acaba la clase en la que sufro el accidente, el que me marca con un golpe, un golpe en el cuerpo y un fuerte dolor en el corazón, llega una clase en la que afortunadamente nos ponen unas diapositivas. No me importa de qué tratan, no creo que me sirvan nuca en la vida. Tengo ese instante, en mitad de la soledad que me proporciona la oscuridad, un momento para mí. Un momento, en este día, 28 de Noviembre, que estropeo con lágrimas en los ojos. ¿Qué puedo hacer? Lloro, pero no gimo, no quiero que nadie se entere de que esta vez pudieron conmigo y derrumbaron mi espíritu luchador que está harto de tantas guerras contra las mismas personas, que está harto de la vida. Mi cara se tiñe del color de mis venas, porque refleja el odio, ese odio que me lleva a la locura y la desesperación. Ese odio que ha abordado mi cabeza y que no podré exteriorizar. No habrá tiempo. Mi profesora se fija en mí, y al final de la clase me pregunta:
¿Qué te pasa?- no puedo creerlo, alguien se preocupa por mí. No, no lo hace, es su deber, debe preguntarlo porque lo único que le preocupa es que no haya hecho caso a su estúpida clase.
Nada, no es nada.- contesto fríamente pero intentando parecer simpática, no quiero levantar sospechas, sólo me faltaría tener que llamar la atención, más motivos para sus burlas.
Me olvido de que la profesora continúa ahí. Me despido de ella como si me fuese indiferente, aunque tal vez lo es. Tal vez la odie a ella también, ella que sabe que vive en un mundo muy empeorado y no hace nada por solucionarlo.
Hipocresía.
Hipocresía es la forma de vida que adopta la gente que no se conoce a si misma. La gente que necesita hacerme daño para sentirse importante. La gente que cuando sale un caso de “buling” por televisión se dedica a condenarlo, a decir que quién es tan inhumano de hacer algo así, cuando ellos mismos son los que lo hacen. Hipocresía es todo lo que siente la gente de mi generación, aquellos que siempre piensan que mientras pisen a alguien están a salvo de que les pisen a ellos mismos. Hipocresía es la causante del dolor de mi corazón, porque equivale a mentira que es aquello por lo que paso día a día cuando alguien que está a mi lado, en mi clase me dice: “eh, tranquila toma mi hombro para llorar”, cuando lo que realmente dice es “te dejo llorar en mi hombro para sentirme realizado y luego poder usar tus secretos en tu contra, pero llora, tranquila que no pasa nada mientras no manches mi maravilloso polo de marca”. Falsas son las personas que han conseguido que ya no confíe en nadie, que me han destruido el alma. Esos que ya no importan, porque no tiene sentido creerles. Esos que aun y todo consiguen hacerte daño.
Ellos.
Ellos son los que cubren sus cuerpos con pantalones de 59’90€ y todos iguales se acercan a mi, para torturarme. Para pasarme por delante de la cara todo el dinero que tienen, que realmente simboliza que ellos lo tienen todo y yo no tengo nada. Ellos, son los que me insultan a mis espaldas, pero cercanos a mis oídos para hacerte daño, que se burlan de mí para acabar con mi autoestima y para acabar con la poca paciencia que me queda. Ellos son los dueños del maldito mundo en el que vivimos, ellos que son malos tienen la llave de la felicidad y no la van a compartir con nadie, pero por el camino, mientras se aburren de sus banales conversaciones se dedican a hacer llorar a mi corazón.
La hora.
La hora en la que se acaba mi tortura, la hora en que acaban mis clases, es la hora de sentir de nuevo aire libre en mis pulmones. Aire libre, vida libre, alma libre. Mi ciudad es medieval y por eso es que me dirijo a las murallas. Siempre voy ahí para pensar en mis cosas, para olvidar mi suplicio y dedicarme a cantarle al viento lo mucho que necesito que me deje libre para volar lejos. Pero esta vez, en la salida de clase no puedo pedirle nada al viento, porque me siento mal. Recibo un golpe con un balón malintencionado que me impacta directamente en el estómago. Al principio noto únicamente un picor, que cada vez es más intenso. Tan intenso que no puedo con él. Luego noto como si mi estómago se encogiese, y mi propia comida fuesen mis vísceras. Entonces noto la primera arcada. Noto como el desayuno me sube a la garganta y la hace arder con su sabor amargo y su rastro ácido. Noto la garganta en llamas y el corazón en un puño. Reviento, porque lo han conseguido, tras tiempo de insultos y burlas continuas, tras meses de dolor oculto, y ahora tras dos semanas de intensos sentimientos porque los “señoritos” se aburren, hacen que explote. Me dirijo a uno de ellos, y concentro en mi pierna toda la rabia que siento. Le propino un golpe que le duele realmente. Aparece el resto de su “grupo de esnobs” sin planes de futuro y me juran que pagaré por el daño que le he hecho a su amigo. El no pagará el daño que me hizo a mí, pero yo si pagaré una patada. E aquí la injusticia del mundo.
Correr.
Correr es lo que hago tras la amenaza. Sigo mi camino ya más calmada cuando me he alejado del instituto, pero aun así con paso ligero. Me doy cuenta de que me siguen. No temo al dolor físico pues no pueden hacerme más daño de lo que me han hecho. Me alcanzan en un parque donde nadie puede ver lo que van a hacerme.
Se acercan a mí desde varios sitios a la vez. Me rodean y sin mediar una palabra conmigo, como si fuese un animal que no merece escuchar sus melodiosas voces de niños perfectos que nunca en su maldita vida han tenido un catarro. Me golpean varias veces. No puedo hacer nada. El primer puñetazo es en el estómago. No hace sino repetirme la sensación de la arcada de hace a penas 10 minutos. El siguiente, es en la cara y siento como si me rompieran la mandíbula. La sangre, con su sabor amargo pero suave junto con la saliva que se entremezclan en mi boca están listas. Un último acto de rebeldía. Sólo quiero eso. Levanto mi cabeza hacia el jefe del grupo, en este caso es una chica, siempre ha sido ella, si, con actitud de estar preparada para recibir un golpe más le escupo a la cara.
Todo el mundo se queda callado, y sólo habla el cielo, que me dice que en esta hora turbia conseguí un poco de respeto. Lo dice haciendo llover. Ella se mira su cuerpo y su cara. Mi sangre mancha su camiseta y su rostro. La lluvia hace que sus pantalones caídos comiencen a pesar. Se ha cansado y se va con toda su pandilla de estúpidos detrás.
Me gané el respeto de perder con honor. Tal vez gané.
Llego a la parada del autobús, que no tarda en aparecer. Mi rostro es ese cielo, sucio y lleno de lágrimas, pero nadie repara en mi, porque están demasiado ocupados en sus horribles vidas llenas una vez más de hipocresía. Me dirijo al autobús, como siempre, como cada viernes cuando voy a las murallas, pues es allí a donde voy. No tarda demasiado en llegar.
No reparo en el conductor porque el no repara en mí. No voy a darle más vueltas.
El paisaje urbano pasa por delante de la ventanilla del autobús, pero lo ignoro, lo tengo muy visto.
Cuando llego, no tardo mucho en dirigir mis pasos por una cuesta, ya me queda poco camino…
Paso por una calle llena de tiendas, pero no me paro en sus escaparates, no creo que en mi próximo destino necesite nada de lo que se puede encontrar en esas ventanas hacia la falsa felicidad…
Subo una última de las cuestas que me separa de la muralla. Y por fin, veo la pequeña barandilla que separa el infinito vacío de la posición en la que me encuentro en estos momentos.
Me apoyo despreocupadamente en la barandilla. Miro cuesta abajo. Unas piscinas, eso es lo que hay, un poco más lejos del río, que aparte de las murallas y un pequeño césped, es cuanto puedo ver.
¿Y si saltara? ¿Alguien se daría cuenta?
No lo creo.
Me alejo un poco de la muralla, salgo al paseo cercano y me coloco en el centro. No siento vergüenza, nada me importa ya.
Nada es lo que siento por la muerte, y odio, lo que siento por la vida.
Estiro mis brazos, y comienzo a gritar:
¡Voy a saltar!, ¡No podréis impedírmelo!
Pero como es costumbre por aquí, nadie me hace caso. Tal vez sea una chiquilla algo borracha, o tal vez drogada que dice insensateces, o incluso una estudiante de la escuela de teatro que hay aquí cerca… qué más da. Para qué van a ayudar a una joven que sólo desea un poco de compasión.
Compasión.
Es lo que siento cuando advierto que llega el final y que nadie va a hacer nada por evitarlo, me compadezco de aquellos que utilizarán la muerte de aquella muchacha como tema de conversación, me compadezco de aquellos tan hipócritas que dirán lo mucho que la querían cuando en realidad han sido el veneno que obstruyó su corazón.
Esos que han conseguido que ya no sienta nada por la vida, que no aprecie ninguno de sus alientos, que me dé igual morir o vivir. Compadezco a todos aquellos que se sienten superiores porque consiguieron pisarme. No siento la derrota, siento la libertad.
Aunque ya sé que va a ser de mi vida, no estoy preocupada. Me giro y regreso a las murallas. Oigo una ventana que se abre en la casa que había enfrente de mí, cuando gritaba. Me giro por un instante y veo que una señora de unos 60 años con la cabeza llena de gigantes rulos rosas y una redecilla que los cubre, maquillada para andar por casa, me grita:
¡Ya era hora! A ver si te callas, algunos intentamos ver el televisor…
No le hago caso, ya no va a herirme con eso. Probablemente, la jefecilla del grupo que me acaba de dar una paliza, acabe como ella, y me compadezco por un breve instante de ella, incluso se refleja en mí una mueca, algo parecida a una sonrisa que me asalta con ese pensamiento porque sé que su vida no va a merecer la pena, más le valdría tirarse por la ventana de su casa y dejar al mundo con un poco menos de hipocresía.
Continúo mi camino y noto como el vello de mi cuello se eriza, es el viento.
Viento.
Viento es el único compañero que estuvo a mi lado durante todos estos años, el único que se quedó a mi lado para no hacerme daño, el que me dio compañía, que me ayudó a soñar con la libertad, y ahora que llego a la muralla, el único que va a acompañarme hasta el final. Aunque una pequeña lágrima me cae por la cara siento felicidad. Se acaba mi suplicio.
Me descalzo, no sé porqué lo hago, simplemente, lo hago.
Subo mis pies desnudos al bordillo que me separa del vacío tras la muralla.
Atravieso la barandilla, pero con las manos agarradas a ella.
Recuerdo que un día, un profesor de sociales nos dijo, hablando de la estructura de mi ciudad que la mejor manera de suicidarse era jugar cerca de esta barandilla. Un auténtico filósofo. En fin, ya llega mi hora. Un último suspiro.
En este suspiro mando un pedacito de mí a aquellos que me quieren, a mi familia, porque sé que nunca se olvidarán de mí, a mi alma gemela, por haberla dejado sola en este mundo, y aquellos que estaban dispuestos a ser mis amigos de verdad. A todos de corazón, adiós. Suelto mis manos de la barandilla, para mí, todo pasa a cámara lenta, supongo que para el resto pasa demasiado deprisa.
Veo el suelo, todo el rato, cada vez se acerca más a mí, consigo girarme en el aire, y le dedico al cielo mi última mirada, una especie de sonrisa, que acto seguido se transforma en una mueca de dolor, supongo que ya he tocado fondo. Noto como si miles de agujas se clavasen por todo mi cuerpo, como un pinchazo al coser, pero multiplicados por todas las partes de mi anatomía, que además, penetran con mayor intensidad en mí.
Oscuro.
Pestañeo. Aun sigo agarrada a la barandilla, cierto es que la he atravesado, pero no he saltado. Mis manos siguen sujetas a la misma. Todo ese dolor en la caída lo he imaginado, lo único que es real es mi mirada al cielo. Ese momento de oscuridad tras la falsa caída ha llevado a mi alma un poco de luz, una paradoja que la oscuridad traiga luz. Sigo absorta en mis pensamientos y no consigo saber qué ha fallado. Tengo dudas.
Dudas.
Ellas me asaltan. No entiendo porqué no he saltado. No entiendo porqué no he tenido el valor suficiente. Tal vez lo tenga, pero no se ha manifestado en esta ocasión. Vamos, ¿de qué tengo miedo? ¿de la muerte? No puede ser peor que esto, y aunque lo fuera, no tendría tiempo para arrepentirme, pero si no salto me arrepentiré de haber gozado de mi momento de rebeldía una hora antes. Si no voy a saltar, ¿porqué le he escupido? ¿cómo puedo tener valor para algo que va a suponerme un martirio y no lo tengo para saltar? Tal vez sea eso, no es que me falte valor, es me sobra.
Y si me sobra valor no puedo tener mil dudas. Debo afrontarlas. Quizá es que mi corazón quiere que mire con valor hacia lo que va a venir.
Porqué.
Eso es todo cuanto necesito saber. El porqué. El motivo por el cual no he saltado, debe ser cercano a mis últimos momentos. Si, tal vez sea eso, esos pensamientos que me han asaltado, y que ahora regresan de nuevo a mi cabeza de forma que casi creo que los digo en alto. No sólo es el hecho de que tengo valor, y ahora que lo he demostrado no puedo saltar, sería la solución fácil, ahora me toca ir hasta el final. Pero hay algo más. Ese último suspiro que he dedicado a mi familia, a esos amigos que no he conocido de momento y a mi alma gemela que aún no he encontrado. Si, ellos serían los únicos que lamentarían el hecho de que me fuese. Y no quiero que nadie sufra. Debo afrontar la vida con ganas, no mirar atrás, pero recordar siempre este momento en el que estuve a punto de tomar la vía rápida y dejar las cosas atrás. No debo dejar todo lo que he vivido en el olvido porque sería un error, debo recordar ciertos aspectos que me ayuden en el futuro y este momento sin duda tiene reservado un lugar privilegiado en mi memoria. Ahora sé que debo seguir hacia adelante con todo mi valor.
Valor...