martes, 9 de febrero de 2010

Lengua prohibida.

Ahí estaba.

La oscuridad lo rodeaba. No había luz. No había vida. No había nada. Y sin embargo ahí estaba.
Sentado en aquel suelo mohoso y frío, rodeado de un montón de nada, contando los minutos que quedaban.

Llevaba tantas largas horas solo, que ni el tiempo que contaba ni el pequeño espacio que tantas veces había recorrido con sus ojos le resultaba familiar. Nada lo era ya.

No recordaba el color del cielo, ni olor del mar. No recordaba el calor de las tardes del verano ni el frío de las noches del invierno. Sólo recordaba el silvido de viento.

Y si era lo único que recordaba era porque era lo único que había seguido viviendo. Aquél viento frío le acompañaba todos los días pues era lo único capaz de colarse en su celda.

Aquella oscura, triste y solitaria celda.

Llevaba tanto tiempo allí encerrado que ni siquiera podía recordar el aroma del pan recién hecho de por las mañanas, cuando su mujer se levantaba temprano y lo preparaba. Ni siquiera recordaba cuál era su oficio ni cuántos años tenía. Tal vez no fuese que no lo recordaba, sino que se lo habían arrebatado. Le habían quitado sólo.

Y volvía a ver el viento. Le llamaban loco por decir que lo veía, pero así era. Lo veía en sueños, o tal vez su memoria le devolvía a aquellos días en los que observaba a aquella chica apoyada en una barandilla en el puerto, mirando cómo zarpaban los barcos y cómo las olas chocaban con las rocas dándoles a estás el brillo que sólo el agua del mar y el sol podían darles.

Y veía como ese viento revolvía la larga melena dorada de dicha chica que un día lo amó. Y eso era para él el viento.

Recordaba su bello rostro, y sus lágrimas recorriendo su cara el día que le dijo que iban a tener un hijo. Aquél hijo al que nunca conocería.

Y ese viento loco...

Ese viento que le había hecho un hombre libre, un hombre que decía todo lo que pensaba, y que nunca dejó de luchar por aquello en lo que creía. Ese hombre que un día fue libre, y que ahora era un preso.

Lo cogieron. Le llamaron preso, le llamaron loco, le llamaron rojo, le llamaron nacionalista ¡le llamaron tantas cosas! Y sin embargo él simplemente quería que su puelo fuese tan libre como él mismo.

Le acunaron con canciones en su lengua. Le contaron historias tan hermosas en aquella lengua extraña que tanto amaba.

Y aquella lengua fue prohibida.

Y con ella, se prohibieron muchas cosas. Le cambiaron el nombre, le cambiaron el idioma... pero nunca consiguieron cambiarlo a él. Y por eso lo detuvieron. Le dijeron que por aquél amor no conocería a su hijo, pero él quería que su hijo supiese que su padre luchó hasta el final. Sabía que su mujer no lo odiaba por aquello, y por eso no cedió.

Y aquel amanecer era su último amanecer. Lo sabía. Pero no dejó que el miedo lo cegará en su última noche. Se limitó a ahuyentarlo con los pocos recuerdos que le quedaban. Y silvó en aquella celda cada una de las canciones que recordaba en su lengua. Y después las cantó. Y los fascistas no lo soportaron.

Y aún así, no consiguieron hacerlo callar.

Sólo le enmudeció el sonido de la puerta vieja que se abría tras la cuál le esperaban sus captores, que lo llevaban afuera.

Dió pasos firmes y no bajó la mirada, aunque tampoco los veía a ellos. Sólo veía aquél viento.

Lo situaron frente a un tapia, con otros hombres a los que no conocía. Un cura quisó bendecirlos y perdonarles los pecados. Pero allí a donde él iba, no necesitaba el perdón de ningún cura. Así que escupió al suelo en señal de rechazo y se colocó donde debía.

Entonces vió a los fascistas apuntando con sus armas a su cuerpo.

Recordó a su mujer y ese hijo que nunca conocería. No pudo despedirse de ellos. No le dejaron. Se enterarían de su muerte, y no les dejarían llorarle.

Y volvió a sentir aquél viento frío dándole en la cara. Vió que ese mismo viento hizo que las piernas de sus ejecutores temblaran, pero para él era lo más parecido a una caricia de su mujer.

Y volvió a cantar aquellas viejas canciones para que su voz se mezclara con el viento y llegase en susurros a los oídos de su mujer y su hijo.

Ni siquiera escuchó las balas salir de los fusiles, ni impactar contra su cuerpo. Cayó al suelo. Y miró al cielo. Y por fín vió el rostro de la mujer que había amado. Y cruzó su último recuerdo por su mente. Un beso que compartieron después de que ella pronunciase las más bellas palabras que existen:
- Maite zaitut.




IPAR HAIZEA

jueves, 4 de febrero de 2010

L'estaca

Que no veus L'estaca on estem tots lligats?
Si no podem desfer-nos-en mai no podrem caminar!
Si estirem tots ella caurà
I molt de temps no pot durar!
Segur que tomba, tomba, tomba
Ben corcada deu ser ja.
Si jo L'estiro fort per aquí
I tu l'estires fort per allà
Segur que tomba, tomba, tomba
I ens podrem alliberar.

Lluis Llach

sábado, 17 de octubre de 2009

72 AÑOS EN EL OLVIDO.

Los primeros rayos de luz atravesaron la persiana, colándose por los recobecos y eso hizo que se despertara.
Arrugó su nariz, molesta, pero abrió los ojos. La luz era ténue. Eso implicaba que el cielo estaba encapotado.
Se levantó despacio de la cama y buscó en esa escasa oscuridad sus zapatillas. Una vez se hubo calzado, se apoyó sobre la mesita de noche para levantarse y caminó despacio en dirección a la
ventana. Allí subió la persiana y descubrió lo que ya había intuído: iba a empezar a llover.
Sonrió.
Su vista se perdió entre las nubes grises y permaneció allí, pensativa. Entonces recordó qué día era, suspiró y salió de la habitación.
Recorrió lentamente el lúgubre pasillo de la casa hasta llegar a la cocina. Como de costumbre, allí encontró a María.
María era una joven de 27 años, y se podía decir de ella que era toda una belleza. Su piel oscura como el ébano y su larga y rizada melena azabache cubría su espalda. Estaba preparando el desayuno. Vestía unos vaqueros desgastados y un jersey de lana blanco de cuello vuelto. Odiaba el frío.
A Arantxa en cambio, le encantaba. Le gustaba tanto, que aquella mañana al despertarse y ver que llovería, una sonrisa había asomado en su rostro. Absorta en sus pensamientos, había pensado que el hecho de que el cielo llorase aquel día era el mejor de los homenajes.
Buenos días Doña Arantxa. ¿Por qué no vuelve a la habitación? En seguida le llevaré el desayuno- saludó enérgicamente la joven.
No te preocupes María, no hace falta. Hoy quiero desayunar aquí- contestó ella.
De acuerdo- una sonrisa iluminó el rostro de María haciéndolo aún más hermoso.
Desayunaron una junto a la otra. Allí bebiendo ese delicioso y humeante café y esas tostadas algo quemadas con mermelada para disimular su sabor.
María había dejado el periódico en la mesa para que Arantxa lo leyese. Apenas había comenzado a ojearlo cuando vió algo que le interesaba y leyó esa sección. Al poco de terminar de leerlo le preguntó a María:
¿Cómo vamos a ir?
He hablado con mi hermano y ha dicho que él nos lleva. Estará aquí en una hora, así que llegaremos a tiempo.
Espero que no haya mucho tráfico por el camino.
No se preocupe, está todo bajo control.
En cuanto terminaron de desayunar, María se ofreció para ayudar a Arantxa a vestirse, pero aquél día prefería hacer todo por sí misma. Se sentía joven, tan joven como entonces, como si su alma hubiese vuelto a nacer.
Volvió a su habitación y dejó sobre la cama la ropa que se iba a poner: un conjunto sobrio de falda a media pierna color gris y una blusa blanca. Como llovía, usaría por encima su vieja gabardina negra, unos zapatos negros planos y unas medias del color de la piel.
A continuación, cogió su albornoz y se dirigió al baño. Se dió una ducha rápida y volvió a su dormitorio para vestirse. Una vez hubo terminado, se miró en su gran espejo. Miró con detenimiento aquellos dos colgantes de madera que llevaba en una cadena de plata que nunca se quitaba, y los besó. Se hizo su habitual moño en el pelo y aunque vestía como cualquier otro día, se veía más hermosa que nunca.
Y es que por primera vez desde hacía demasiados años, se descubrió a sí misma en el espejo. No era tan guapa como entonces. Su cara estaba poblada de arrugas y su cuerpo, antaño lozano, era ahora pequeño y delgado, pero por primera vez desde hacía tanto tiempo descubrió sus sombríos y grises ojos llenos de vitalidad e incluso se podría decir que había una pizca de alegría en ellos.
Volvió a la cocina donde ya la esperaban María y su hermano. La acompañaron hasta el coche y una vez se hubo subido en el asiento trasero junto a la joven, el hermano de esta arrancó.
Éste puso la emisora favorita de Arantxa; una en la que sonaba música folcrórica de la tierra. Ese gesto la hizo sonreír y él, al ver su sonrisa por el retrovisor, le devolvió la sonrisa. El silencio reinaba en el trayecto hasta que fue interrumpido por María:
Doña Arantxa, nunca me ha contado su historia- interrogó la morena.
Ha pasado mucho tiempo- contestó lúgubremente ésta-. Tal vez demasiado.
Nunca es tarde- se apresuró a replicar.
¿Estás segura? No quiero aburrirte con historias de ancianos.
Le hablo en serio cuando le digo que me encantaría escuchar su historia- una sonrisa complaciente asomó en sus labios.
De acuerdo- Arantxa tomó aire-. “Corría el año 1936, pero para entender mejor la historia es mejor que me remonte unos años atrás. Cumplí los 10 años en 1931. Mis recuerdos anteriores a aquella fecha me resultan lejanos y confusos. Pero basta esa fecha para comprender la historia. Aquel año fue un año grandioso. Mi padre siempre estaba hablando del cambio, un cambio que iba a mejorar nuestras vidas. Un cambio que nos iba a llevar a la libertad.
Yo entonces no entendía mucho, pero recuerdo las tardes de verano al sol, sentada con mi padre en el porche de casa. Yo esperaba ansiosa después de comer a que él llegase de trabajar: cuando ese momento llegaba, él entraba en casa, besaba a mi madre y después venía al porche conmigo y me leía poemas y me los hacía leer a mí para que practicase. Siempre eran poemas que hablaban de libertad, de sueños y de amor. Me encantaba pasar allí las tardes hasta que mi madre nos llamaba desde dentro para cenar.
Fueron unos años preciosos. Pero un día, en 1934 todo cambió. Eran las cuatro de la tarde, y como siempre, yo ya estaba en el porche esperando la llegada de mi padre. Pero nunca llegó.
Bien entrada la noche vinieron a avisarnos. Alguien había acabado con la vida de mi padre. Aquellos años habían sido más duros pero nunca pensamos que fuese a pasar. Y de repente, todo había acabado. Unos hombres lo habían asaltado por el camino de vuelta a casa y lo habían matado. Y todo porque no pensaba como ellos.
Es duro saber que una idea puede acabar con la vida de alguien.
Mi madre lloró durante días, pero yo no. Era incapaz de llorar porque no podía entender nada. Me limité a sentarme en el porche, con los libros de poemas de mi padre entre mis brazos a esperar que él volviese, aunque sabía que eso no iba a pasar. Pero aun así, seguí allí sentada, viendo como la gente venía a casa a dar el pésame a mi madre y cómo pasaba el verano. Después el otoño.
Y entonces sucedió algo. Mi madre se volvió a casar. No había pasado mucho tiempo desde la muerte de mi padre, pero ella quería ordenar su vida, y volver a la rutina. Se casó con un hombre que nos pudiera mantener. Pero no resultó como esperábamos. No era un hombre bueno.
Un día ese hombre salió al porche y cuando me encontró leyendo aquellos libros, me los cogió y los quemó en el fogón de casa. No conseguí salvar ninguno. Aquella noche sí lloré. Ese hombre me había arrebatado todo cuanto me quedaba de mi padre.
Lo odié. Aún lo odio. Lo odiaba tanto como a los hombres que habían matado a mi padre.
Pero no podía hacer nada contra él. Pensé en escaparme, pero no podía imaginar lo que aquél hombre le haría a mi madre si yo no estaba. Así que nunca dejé mi casa. Pero salía mucho. Encontré un nuevo pasatiempo. Subía al monte y allí arriba, sentada sobre una roca u otra, comencé a reescribir los poemas que me leía mi padre. Los tenía todos en mi cabeza así que no me resultó demasiado difícil. Siempre sola en aquél descampado volvía a estar con mi padre, recitando de nuevo aquellos viejos poemas.
Una tarde cualquiera mi soledad se acabó. Dos chicos aparecieron en el prado. Eran hermanos; el más mayor se llamaba Xabier y tenía 16 años y el pequeño se llamaba Jokin y tenía 14. Aunque eran del pueblo, parecían extranjeros. Eran muy guapos: tenían los rasgos muy marcados y eran rubios y de ojos claros como el cielo. Siempre llevaban al cuello un colgante de madera con un lauburu. Habían empezado a subir al monte a jugar entre ellos y un día así sin más, habían aparecido en mi prado. Nos faltó tiempo para empezar a jugar juntos, y de repente encontré en ellos el apoyo que me faltaba. Cuando estábamos demasiado cansados para seguir jugando, nos tumbábamos con la hierba de almohada y empezábamos a hablar. Entonces descubrí que hablaban de lo mismo que mi padre, pero de forma mucho más burda. Hablaban de libertad y de sueños. Y yo les hablaba de mi padre y les leía los poemas que él me había enseñado. Y al cabo de un tiempo, jugábamos menos y dábamos largos paseos por la montaña hablando de política.
Conforme pasaba el tiempo y yo me hacía más mayor pasaba más tiempo con ellos y menos en casa. Era normal, porque todas aquellas ideas que tenía iban tomando forma y cada vez me costaba más mantenerlas en secreto. El primer día que el hombre que se casó con mi madre me escuchó hablar de ello, se enfureció mucho. Y cuando me encontró sola en mi habitación, me dijo que era una loca estúpida, que si había quemado los libros de mi padre era por mi bien, para que no me desviase como él, y me dijo que daba gracias a Dios cada día porque unos hombres cuerdos hubiesen acabado con la vida de mi padre, porque gente como él era peligrosa. No sé cómo lo hice, pero me callé. Aguanté todo aquello que él decía, probablemente porque tenía miedo. Y ese miedo sólo se me pasaba cuando a la mañana, volvía a la montaña y me encontraba con Jokin y Xabier.
Fueron pasando los años, y a principios de 1936, Jokin y yo nos enamoramos. Yo tenía 15 años y era hermosa. Tenía el pelo castaño largo y rizado y los ojos grises. Vestía como un hombre con la vieja ropa de mi padre siempre porque era más cómodo para estar en el monte. El tiempo juntos era cada vez mejor. Cuando Xabi no podía venir con nosotros porque trabajaba, nos quedábamos solos. Aunque aquél hecho no cambió nada. Seguíamos los tres juntos, paseando y hablando de política.
Ese verano las cosas volvieron a cambiar. Habían vuelto los tiempos en que la gente como mi padre podía hablar abiertamente de sus ideas sin miedo a las represalias. Un tiempo por otra parte, que no duró mucho.
Y cada vez que tenía que volver a casa todo cambiaba: de ser feliz en el monte al terror en cuanto llegaba a mi casa. Empecé a sentir que aquellas cuatro paredes no eran mi hogar. Mi hogar estaba en el monte con Jokin y Xabier. Esas cuatro paredes eran mi cárcel personal. Una cárcel, que por otro lado se amplió hasta el día de hoy. Se amplió a todo el mundo.
Y cada noche, aquél hombre me repetía una y otra vez el discurso de que daba gracias a Dios por la muerte de mi padre.
Un día no lo aguanté más. Y esa noche fue el principio del fín.
Cuando él estaba diciéndome todo aquello, me incorporé, me puse de pie a su altura y le dije que yo no creía en Dios porque había permitido que se llevasen a mi padre, pero que si existiese, yo rezaría por que la gente como él desapareciese y rezaría por la libertad de mi pueblo.
El me pegó. Me dio una paliza que me dejó marcas por todo el cuerpo. Pero no consiguió acallar mi voz. Ni entonces ni nunca.
Al día siguiente, antes del amanecer yo salí de casa. Había llorado durante toda la noche y no podía soportar el saber que estaba durmiendo cerca de él, así que salí antes que el sol. Subí al monte sola y busqué debajo de la roca en la que tenía escondidos los poemas de mi padre y saqué aquellas hojas viejas. Los leí a voz en grito con el viento en la cara.
Apareció el sol, y con él mis amigos. Me encontraron de espaldas pero ya no quedaban lágrimas en mi cara. Cuando me vieron los golpes, me preguntaron que había pasado. Maldigo ese día. Si no hubiese dicho nada, las cosas podrían ser diferentes. Pero no me callé. Les conté lo que había estado aguantando durante años, lo que había pasado la noche anterior... todo. Ellos me dijeron que había sido muy valiente, y él un cobarde. Y entonces dijeron que eso no iba a quedar así. Yo les dije que no hicieran nada, pero vi el odio reflejado en sus ojos. Y el odio es algo muy dificil de controlar.
Bajaron el monte en dirección a mi casa. Yo iba tras ellos suplicándoles que no hiciesen nada, pero no me escuchaban. Cuando llegaron, encontraron a aquél hombre terminando de desayunar para ir al trabajo. Esperaron a que saliera al porche y allí lo cogieron.
Los golpes que le dieron, fueron peores que los que recibí yo. Mientras lo golpeaban, el me miraba con una sonrisa en los labios. Entonces supe que todo aquello iba a salir muy mal.
Llegó la tarde, y con ella el final.
Fueron a buscarlos a casa y se los llevaron. Cuando los ví pasar, salí tras ellos, pero Xabier me vio y me indicó que me escondiera. Aun así les seguí. Entonces llegaron a su destino en el que se encontraron con otros amigos suyos, todos formando una línea en frente a la tapia del cementerio. Yo seguía escondida, viéndolo todo.
Aquellos hombres les dijeron que estaban condenados a muerte. Y antes de que me diese tiempo a reaccionar, sacaron sus armas y los fusilaron sin piedad. Y entonces sentí un vacío que no sentía desde la muerte de mi padre. No pude llorar. No creía lo que acababa de ver. El ruido de los balas al ser disparadas se entremezclaba con las risas de aquellos hombres que estaban asesinando a mis amigos.
Cuando se marcharon, corrí hacia ellos. Xabier y Jokin estaban muertos. Allí tendidos en el suelo, rodeados de la sangre que salía aun de sus heridas. Me quedé allí quieta durante una hora. Sin abrir la boca, con las lágrimas saliendo de mis ojos y sin poder evitarlo. Cogí sus colgantes con el lauburu al llegar la noche y volví a mi hogar. Subí a aquel monte y saqué los poemas de mi padre de debajo de las rocas. Cavé un hoyo y envolví los colgantes en los poemas y los enterré.
Finalmente volví a mi cárcel. Allí encontré al hombre que se había casado con mi madre, sentado en la cocina con una sonrisa en los labios. Entonces le pregunté:
¿Donde está mi ama?
Tu madre está durmiendo- dijo satisfecho.
Bueno, así lo tendrás más fácil para volver a pegarme como un cobarde- dije, desafiante.
¿Has estado llorando?- preguntó irónico al ver los rastros de lágrimas en mí cara.
Déjame en paz- le dí la espalda y me coloqué en la mesa y me puse a cortar pan buscando algo con lo que entretenerme.
No seas desafiante niña, tus amigos ya no están aquí para defenderte- dijo él sonriendo. Escuchó cómo yo inalaba aire por la sorpresa-. ¿No lo sabes? Yo advertí a las autoridades sobre ellos. Les dije que eran rojos. Es más, yo mismo he ayudado a fusilarlos. Como asesiné a tu padre en su día.
¡Cállate! ¡Eres un maldito cobarde!-sólo conseguí gritar.
Vamos, no te pongas así, uno de ellos sobrevivió- dijo irónicamente-. ¿No lo sabías? Resulta que el más pequeño, Joaquín creo que se llamaba, no estaba muerto, lo fusilamos mal. Pero el muy desgraciado se arrastró hasta el convento y pidió auxilio a las mojas- y entonces, entre carcajadas concluyó-. ¡Pero ellas fueron correctas, le cerraron la puerta y nos llamaron para que terminásemos el trabajo! ¡Tendrías que haber visto cómo lloraba! ¡Como un niño pequeño!
No lo aguanté más, me di repentinamente la vuelta y le clavé el cuchillo con el que estaba cortando el pan. No sé si lo maté. Pero tuve que huír. Subí a mi habitación lo más rápido que pude, cogí un par de cosas y me fui de casa.
No sabía a donde ir, y me pasé tres días andando por el monte, hasta llegar a otro pueblo. Allí vivían los hermanos de mi padre. Me acogieron y a las dos semanas habíamos cruzado la frontera. Nos exiliamos. Estuvimos 40 años fuera. En una prisión gigante, sin poder volver a casa. Pero en el año 76, un año después de la muerte de Franco, volvimos.
Volví a mi pueblo, pero allí no quedaba nada para mí. Sólo dos viejos colgantes y unas hojas que tal vez el tiempo hubiese borrado. Aun así subí al monte a por ellos. Y los encontré en el mismo lugar en el que los había dejado. Me puse los dos colgantes iguales en una cadena de plata que ya nunca me he quitado.
Me mudé a Pamplona y allí pasé mis días hasta hoy”.
Cuando terminó su historia, María no pronunció una palabra. Se limitó a mirarla con gesto de ternura y admiración. Entonces llegaron a su destino.
Ella se bajó del coche acompañada por la joven y su hermano.
Aquél cielo gris cubría su cabeza. No había parado de llover en toda la mañana y sin embargo aquél día tan oscuro era probablemente uno de los días más brillantes de su vida. Aunque aquello tampoco resultaba dificil. Era ya una anciana. Contaba con nada menos que 87 años. Y sin embargo, se sentía como si tuviese 15 de nuevo. Los recuerdos la sorprendieron durante toda la mañana, no había podido evitarlo, aunque tampoco quería.
Volvió a mirar al cielo y descubrió cómo las nubes ya no dejaban ver ni un ápice del sol. Daba lo mismo. La luz emanaba de los presentes. Ellos solos conseguían que el mundo pareciese más perfecto, y ni la hierba húmeda bajo sus pies la molestaba. Aquél día no sentía ningún dolor. Ni el frío en los huesos, ni el viento cortante contra la piel.
La gente comenzaba a aparecer. La hierba ya no era hierba, era barro. Los autobuses llegaban al pueblo desde todos los lugares. También había coches aparcados por todas partes. Todo estaba preparado para la inauguración. Las personas se colocaban de forma bastante ordenaba pues todos querían verlo. También querían escuchar.
Por primera vez iban a contar historias olvidadas y por primera vez esas historias iban a ser escuchadas con respeto y con orgullo en “el pueblo de las viudas”.
Había pasado mucho tiempo, pero al fín se iba a hacer justicia.
Dirigió su mirada hacia el monumento. Era precioso. Representaba todo. Todo el dolor, pero también todo el valor y toda la memoria. Era enorme, tan grande como el recuerdo.
Escuchó los discursos con orgullo. Miró a la gente a su alrededor. Gente normal que sonreía por primera vez desde hacía tiempo, como ella. Algunos portaban banderas republicanas, otros ikurriñas. Un sueño no tan lejano.
Al finalizar el acto y cuando la muchedumbre se fue dispersando, ella acudió sola a ver la placa conmemorativa, con todos aquellos nombres. Nombres de personas que habían luchado. Y entre todos aquellos nombres, encontró los de las dos personas que habían cambiado su vida. Aquellos dos hermanos que la defendieron de todo, aquellos dos hermanos que habían muerto por pensar que los sueños podían hacerse realidad.
Y entonces un nuevo pensamiento acudió a su mente:
Gora Sartaguda!

lunes, 11 de mayo de 2009

El Vacío.

EL VACÍO

Un golpe.
Un golpe no significa nada, si es un golpe que no duele, uno fortuito, que puede llegar a tener su gracia. Pero no, un golpe que duele, duele al caer, cuando notas la piel contra el suelo, cuando notas como un martillo se acerca sin poder esquivarlo junto al final de tu columna, cuando duele, pero sobretodo duele en el alma. Cuando tienes derecho a sentir pesar por tu orgullo, cuando lo sientes. Pero no cuando lo que pasa es que a la gente que me rodea le gusta verme sufrir, eso duele.
Dolor.
Dolor es lo que siento cuando pienso que toda mi vida no sirve para nada, que nadie me quiere y nadie me aprecia, que los que están a mi alrededor y fingen ser mis amigos son los que más daño me hacen. Son aquellos que conocen mis debilidades, porque yo, ingenua de mi, se las conté porque creía en esos supuestos confidentes, que luego usaron el pozo de su información en mi contra. Esos que no entienden que el mundo podría ser un lugar mejor, esos que creen que son los mejores y que yo no valgo nada. Esos que me han hecho sufrir durante años, que me olvidan por unos instantes, en los que creo que finalmente encontraré la luz al final de un túnel que oscureció toda mi vida. Me equivoco al pensar que me dejaron en paz, que lo que realmente sucedía era que se les había acabado la imaginación y urdían planes para martirizar mi existencia.
Odio.
Odio es lo que siento cuando veo que no podré contener ni un minuto más estas lágrimas que me queman por dentro. Cuando acaba la clase en la que sufro el accidente, el que me marca con un golpe, un golpe en el cuerpo y un fuerte dolor en el corazón, llega una clase en la que afortunadamente nos ponen unas diapositivas. No me importa de qué tratan, no creo que me sirvan nuca en la vida. Tengo ese instante, en mitad de la soledad que me proporciona la oscuridad, un momento para mí. Un momento, en este día, 28 de Noviembre, que estropeo con lágrimas en los ojos. ¿Qué puedo hacer? Lloro, pero no gimo, no quiero que nadie se entere de que esta vez pudieron conmigo y derrumbaron mi espíritu luchador que está harto de tantas guerras contra las mismas personas, que está harto de la vida. Mi cara se tiñe del color de mis venas, porque refleja el odio, ese odio que me lleva a la locura y la desesperación. Ese odio que ha abordado mi cabeza y que no podré exteriorizar. No habrá tiempo. Mi profesora se fija en mí, y al final de la clase me pregunta:
¿Qué te pasa?- no puedo creerlo, alguien se preocupa por mí. No, no lo hace, es su deber, debe preguntarlo porque lo único que le preocupa es que no haya hecho caso a su estúpida clase.
Nada, no es nada.- contesto fríamente pero intentando parecer simpática, no quiero levantar sospechas, sólo me faltaría tener que llamar la atención, más motivos para sus burlas.
Me olvido de que la profesora continúa ahí. Me despido de ella como si me fuese indiferente, aunque tal vez lo es. Tal vez la odie a ella también, ella que sabe que vive en un mundo muy empeorado y no hace nada por solucionarlo.
Hipocresía.
Hipocresía es la forma de vida que adopta la gente que no se conoce a si misma. La gente que necesita hacerme daño para sentirse importante. La gente que cuando sale un caso de “buling” por televisión se dedica a condenarlo, a decir que quién es tan inhumano de hacer algo así, cuando ellos mismos son los que lo hacen. Hipocresía es todo lo que siente la gente de mi generación, aquellos que siempre piensan que mientras pisen a alguien están a salvo de que les pisen a ellos mismos. Hipocresía es la causante del dolor de mi corazón, porque equivale a mentira que es aquello por lo que paso día a día cuando alguien que está a mi lado, en mi clase me dice: “eh, tranquila toma mi hombro para llorar”, cuando lo que realmente dice es “te dejo llorar en mi hombro para sentirme realizado y luego poder usar tus secretos en tu contra, pero llora, tranquila que no pasa nada mientras no manches mi maravilloso polo de marca”. Falsas son las personas que han conseguido que ya no confíe en nadie, que me han destruido el alma. Esos que ya no importan, porque no tiene sentido creerles. Esos que aun y todo consiguen hacerte daño.
Ellos.
Ellos son los que cubren sus cuerpos con pantalones de 59’90€ y todos iguales se acercan a mi, para torturarme. Para pasarme por delante de la cara todo el dinero que tienen, que realmente simboliza que ellos lo tienen todo y yo no tengo nada. Ellos, son los que me insultan a mis espaldas, pero cercanos a mis oídos para hacerte daño, que se burlan de mí para acabar con mi autoestima y para acabar con la poca paciencia que me queda. Ellos son los dueños del maldito mundo en el que vivimos, ellos que son malos tienen la llave de la felicidad y no la van a compartir con nadie, pero por el camino, mientras se aburren de sus banales conversaciones se dedican a hacer llorar a mi corazón.
La hora.
La hora en la que se acaba mi tortura, la hora en que acaban mis clases, es la hora de sentir de nuevo aire libre en mis pulmones. Aire libre, vida libre, alma libre. Mi ciudad es medieval y por eso es que me dirijo a las murallas. Siempre voy ahí para pensar en mis cosas, para olvidar mi suplicio y dedicarme a cantarle al viento lo mucho que necesito que me deje libre para volar lejos. Pero esta vez, en la salida de clase no puedo pedirle nada al viento, porque me siento mal. Recibo un golpe con un balón malintencionado que me impacta directamente en el estómago. Al principio noto únicamente un picor, que cada vez es más intenso. Tan intenso que no puedo con él. Luego noto como si mi estómago se encogiese, y mi propia comida fuesen mis vísceras. Entonces noto la primera arcada. Noto como el desayuno me sube a la garganta y la hace arder con su sabor amargo y su rastro ácido. Noto la garganta en llamas y el corazón en un puño. Reviento, porque lo han conseguido, tras tiempo de insultos y burlas continuas, tras meses de dolor oculto, y ahora tras dos semanas de intensos sentimientos porque los “señoritos” se aburren, hacen que explote. Me dirijo a uno de ellos, y concentro en mi pierna toda la rabia que siento. Le propino un golpe que le duele realmente. Aparece el resto de su “grupo de esnobs” sin planes de futuro y me juran que pagaré por el daño que le he hecho a su amigo. El no pagará el daño que me hizo a mí, pero yo si pagaré una patada. E aquí la injusticia del mundo.
Correr.
Correr es lo que hago tras la amenaza. Sigo mi camino ya más calmada cuando me he alejado del instituto, pero aun así con paso ligero. Me doy cuenta de que me siguen. No temo al dolor físico pues no pueden hacerme más daño de lo que me han hecho. Me alcanzan en un parque donde nadie puede ver lo que van a hacerme.
Se acercan a mí desde varios sitios a la vez. Me rodean y sin mediar una palabra conmigo, como si fuese un animal que no merece escuchar sus melodiosas voces de niños perfectos que nunca en su maldita vida han tenido un catarro. Me golpean varias veces. No puedo hacer nada. El primer puñetazo es en el estómago. No hace sino repetirme la sensación de la arcada de hace a penas 10 minutos. El siguiente, es en la cara y siento como si me rompieran la mandíbula. La sangre, con su sabor amargo pero suave junto con la saliva que se entremezclan en mi boca están listas. Un último acto de rebeldía. Sólo quiero eso. Levanto mi cabeza hacia el jefe del grupo, en este caso es una chica, siempre ha sido ella, si, con actitud de estar preparada para recibir un golpe más le escupo a la cara.
Todo el mundo se queda callado, y sólo habla el cielo, que me dice que en esta hora turbia conseguí un poco de respeto. Lo dice haciendo llover. Ella se mira su cuerpo y su cara. Mi sangre mancha su camiseta y su rostro. La lluvia hace que sus pantalones caídos comiencen a pesar. Se ha cansado y se va con toda su pandilla de estúpidos detrás.
Me gané el respeto de perder con honor. Tal vez gané.
Llego a la parada del autobús, que no tarda en aparecer. Mi rostro es ese cielo, sucio y lleno de lágrimas, pero nadie repara en mi, porque están demasiado ocupados en sus horribles vidas llenas una vez más de hipocresía. Me dirijo al autobús, como siempre, como cada viernes cuando voy a las murallas, pues es allí a donde voy. No tarda demasiado en llegar.
No reparo en el conductor porque el no repara en mí. No voy a darle más vueltas.
El paisaje urbano pasa por delante de la ventanilla del autobús, pero lo ignoro, lo tengo muy visto.
Cuando llego, no tardo mucho en dirigir mis pasos por una cuesta, ya me queda poco camino…
Paso por una calle llena de tiendas, pero no me paro en sus escaparates, no creo que en mi próximo destino necesite nada de lo que se puede encontrar en esas ventanas hacia la falsa felicidad…
Subo una última de las cuestas que me separa de la muralla. Y por fin, veo la pequeña barandilla que separa el infinito vacío de la posición en la que me encuentro en estos momentos.
Me apoyo despreocupadamente en la barandilla. Miro cuesta abajo. Unas piscinas, eso es lo que hay, un poco más lejos del río, que aparte de las murallas y un pequeño césped, es cuanto puedo ver.
¿Y si saltara? ¿Alguien se daría cuenta?
No lo creo.
Me alejo un poco de la muralla, salgo al paseo cercano y me coloco en el centro. No siento vergüenza, nada me importa ya.
Nada es lo que siento por la muerte, y odio, lo que siento por la vida.
Estiro mis brazos, y comienzo a gritar:
¡Voy a saltar!, ¡No podréis impedírmelo!
Pero como es costumbre por aquí, nadie me hace caso. Tal vez sea una chiquilla algo borracha, o tal vez drogada que dice insensateces, o incluso una estudiante de la escuela de teatro que hay aquí cerca… qué más da. Para qué van a ayudar a una joven que sólo desea un poco de compasión.
Compasión.
Es lo que siento cuando advierto que llega el final y que nadie va a hacer nada por evitarlo, me compadezco de aquellos que utilizarán la muerte de aquella muchacha como tema de conversación, me compadezco de aquellos tan hipócritas que dirán lo mucho que la querían cuando en realidad han sido el veneno que obstruyó su corazón.
Esos que han conseguido que ya no sienta nada por la vida, que no aprecie ninguno de sus alientos, que me dé igual morir o vivir. Compadezco a todos aquellos que se sienten superiores porque consiguieron pisarme. No siento la derrota, siento la libertad.
Aunque ya sé que va a ser de mi vida, no estoy preocupada. Me giro y regreso a las murallas. Oigo una ventana que se abre en la casa que había enfrente de mí, cuando gritaba. Me giro por un instante y veo que una señora de unos 60 años con la cabeza llena de gigantes rulos rosas y una redecilla que los cubre, maquillada para andar por casa, me grita:
¡Ya era hora! A ver si te callas, algunos intentamos ver el televisor…
No le hago caso, ya no va a herirme con eso. Probablemente, la jefecilla del grupo que me acaba de dar una paliza, acabe como ella, y me compadezco por un breve instante de ella, incluso se refleja en mí una mueca, algo parecida a una sonrisa que me asalta con ese pensamiento porque sé que su vida no va a merecer la pena, más le valdría tirarse por la ventana de su casa y dejar al mundo con un poco menos de hipocresía.
Continúo mi camino y noto como el vello de mi cuello se eriza, es el viento.
Viento.
Viento es el único compañero que estuvo a mi lado durante todos estos años, el único que se quedó a mi lado para no hacerme daño, el que me dio compañía, que me ayudó a soñar con la libertad, y ahora que llego a la muralla, el único que va a acompañarme hasta el final. Aunque una pequeña lágrima me cae por la cara siento felicidad. Se acaba mi suplicio.
Me descalzo, no sé porqué lo hago, simplemente, lo hago.
Subo mis pies desnudos al bordillo que me separa del vacío tras la muralla.
Atravieso la barandilla, pero con las manos agarradas a ella.
Recuerdo que un día, un profesor de sociales nos dijo, hablando de la estructura de mi ciudad que la mejor manera de suicidarse era jugar cerca de esta barandilla. Un auténtico filósofo. En fin, ya llega mi hora. Un último suspiro.
En este suspiro mando un pedacito de mí a aquellos que me quieren, a mi familia, porque sé que nunca se olvidarán de mí, a mi alma gemela, por haberla dejado sola en este mundo, y aquellos que estaban dispuestos a ser mis amigos de verdad. A todos de corazón, adiós. Suelto mis manos de la barandilla, para mí, todo pasa a cámara lenta, supongo que para el resto pasa demasiado deprisa.
Veo el suelo, todo el rato, cada vez se acerca más a mí, consigo girarme en el aire, y le dedico al cielo mi última mirada, una especie de sonrisa, que acto seguido se transforma en una mueca de dolor, supongo que ya he tocado fondo. Noto como si miles de agujas se clavasen por todo mi cuerpo, como un pinchazo al coser, pero multiplicados por todas las partes de mi anatomía, que además, penetran con mayor intensidad en mí.
Oscuro.
Pestañeo. Aun sigo agarrada a la barandilla, cierto es que la he atravesado, pero no he saltado. Mis manos siguen sujetas a la misma. Todo ese dolor en la caída lo he imaginado, lo único que es real es mi mirada al cielo. Ese momento de oscuridad tras la falsa caída ha llevado a mi alma un poco de luz, una paradoja que la oscuridad traiga luz. Sigo absorta en mis pensamientos y no consigo saber qué ha fallado. Tengo dudas.
Dudas.
Ellas me asaltan. No entiendo porqué no he saltado. No entiendo porqué no he tenido el valor suficiente. Tal vez lo tenga, pero no se ha manifestado en esta ocasión. Vamos, ¿de qué tengo miedo? ¿de la muerte? No puede ser peor que esto, y aunque lo fuera, no tendría tiempo para arrepentirme, pero si no salto me arrepentiré de haber gozado de mi momento de rebeldía una hora antes. Si no voy a saltar, ¿porqué le he escupido? ¿cómo puedo tener valor para algo que va a suponerme un martirio y no lo tengo para saltar? Tal vez sea eso, no es que me falte valor, es me sobra.
Y si me sobra valor no puedo tener mil dudas. Debo afrontarlas. Quizá es que mi corazón quiere que mire con valor hacia lo que va a venir.
Porqué.
Eso es todo cuanto necesito saber. El porqué. El motivo por el cual no he saltado, debe ser cercano a mis últimos momentos. Si, tal vez sea eso, esos pensamientos que me han asaltado, y que ahora regresan de nuevo a mi cabeza de forma que casi creo que los digo en alto. No sólo es el hecho de que tengo valor, y ahora que lo he demostrado no puedo saltar, sería la solución fácil, ahora me toca ir hasta el final. Pero hay algo más. Ese último suspiro que he dedicado a mi familia, a esos amigos que no he conocido de momento y a mi alma gemela que aún no he encontrado. Si, ellos serían los únicos que lamentarían el hecho de que me fuese. Y no quiero que nadie sufra. Debo afrontar la vida con ganas, no mirar atrás, pero recordar siempre este momento en el que estuve a punto de tomar la vía rápida y dejar las cosas atrás. No debo dejar todo lo que he vivido en el olvido porque sería un error, debo recordar ciertos aspectos que me ayuden en el futuro y este momento sin duda tiene reservado un lugar privilegiado en mi memoria. Ahora sé que debo seguir hacia adelante con todo mi valor.
Valor...

domingo, 22 de febrero de 2009

Abierto hasta el amanecer.



Un retrete. Útil de aseo personal presente en bares de toda índole (porque todo el mundo tiene necesidades), de Pamplona a Madrid y más allá.
Un retrete es un símbolo.
Pero no es el retrete lo que nos atañe, lo que nos atañe es el bar.
Nuestro protagonista iconográfico pertenece a un bar de Malasaña o Tribunal, eso tampoco es relevante.
Ese bar, y los otros restantes son como corazones. Corazones tristes y cerrados durante todo el día, un día largo en el que intentan sacar toda la mierda que los carcome por dentro en pequeños y sucios contedenores verdes.
Ya huele mal.
Se limpian tranquilamente. Ya casi no huelen. Es tarde para ellos.
Siempre llegas tarde.
Llegan las 11 de la noche, la happy hour y el bar se infesta con lo peor de cada casa. Aprovechan la debilidad del lugar y consumen como posesos.
Ese bar que muestra su mejor cara a las 11 de la noche y para las 12 vuelve a estar sucio.
Se marchan.
Todos se marchan.
Y el bar se muestra tal como es, y unos pocos quedan para verlo. Los de siempre, los que no lo conocen tanto que no lo abandonan. Saben que tiene más por ofrecer.
Aunque cada vez ofrece menos.
Y así permanece, abierto hasta el amanecer, con unos cuantos borrachos que no se mueven y le hacen daño, pero es lo único que tiene y mantiene el tipo.
No quiere compasión pero no piensa cerrar. Se ha propusto seguir abierto una noche más.
No es su momento. No es feliz.
Tal vez mañana, pero hoy no.
Se contenta con ver como ellos son felices, pero el no es feliz, aunque muestra su mejor cara.
Está buscando algo que ahora ya sabe que no va a tener.
Tal vez mañana, pero ahora no es su momento.
Su momento pasó y lo dejó pasar por miedo...
Miedo a redadas policiales... miedo a todo.
Ya no hace feliz a la gente aunque lo intente.
Tal vez mañana se olvide de todo y vuelva a nacer, tal vez mañana de pronto, su corazón se cure y vuelva a sentir algo... ahora no es su momento.
Sólo está seguro de una cosa: fue valiente y real, pero no fue suficiente. Nunca es suficiente.
Tal vez mañana.

viernes, 23 de enero de 2009

Olvido en las Playas del Norte

¿Dónde duermes amor?
¿En qué lugar estás hoy?
Dímelo, allí voy.
Voy con mariposas de color
que siguen la estela de tus pasos.
¿Es tu vida acaso
el camino hacia mi dolor?
Te miro y no lo ves.
Me has atrapado con tu red
de azul mar, arena y sol.
Y sigues atrapado
en el mundo del olvido
de las estrellas grises
y el cielo amarillo.
Otra vez has llenado
mi vida de matices.
Regresa a mi lado.
Quiero conocer el color
de tus ojos cálidos.
Perderme en el sabor
de tus labios pálidos.
Oigo tu corazón
y cada día me pregunto,
¿Cómo has conseguido
arrebatarme la razón?
Y descubro a cada segundo
que cualquiera de tus latidos
llenan de sangre mi corazón.
Me das vida
y sin mirarme,
me la quitas.
Abre los ojos,
despierta.
O llévame contigo
al mundo de las estrellas grises,
donde gobierna el olvido,
donde el cielo amarillo
iluminará nustros días felices.
Llenaré el camino
de arena de plata
para marcarte la vuelta a casa.
Regresa a mi lado,
a mostrarme mi mundo
en tus ojos dorados.
Que el viento te lleve
a las playas lluviosas
de las costas del norte.

jueves, 11 de diciembre de 2008

EN CUESTIÓN DE DECIR LA BURRADA MÁS GRANDE, FRAGA GANA LA PARTIDA

La mañana del día 11 de Diciembre, ha sido, por decirlo de alguna manera, intensa a la hora de las diferentes declaraciones políticas que se han hecho a lo largo y ancho del día.

Nos encontramos con Mariano Rajoy, afirmando que la subvención del gobierno con los 11000 millones de euros para los ayuntamientos resulta insuficiente para eliminar el número de parados de España, y aunque ZP no es santo de mi devoción he de decir, que no creo que a Marianico le hayan importado nunca los parados españoles. Sólo ahora que está en la oposición busca apoyo donde sea al más puro estilo hitleriano que cambiaba, o mejor dicho matizaba su discurso dependiendo de a quién se dirigía en sus actuaciones públicas. Y aunque esto es un poco duro, es real.

Además, siguiendo con protestas nos encontramos con la manifestaciones tanto en Barcelona como en Madrid contra el cuerpo policial por el suceso ocurrido en Grecia en el que un joven de 15 años murió a manos de la policía y que ha tenido una repercusión general ya que en estas dos ciudades de la península, han ocurrido diversos incidentes que han acabado con un resultado de 11 manifestantes heridos y 3 policías en las mismas circunstancias. Aunque claro, los manifestantes fueron atendidos en la calle o en las comisarías respectivas tras ser detenidos y los tres policías fueron trasladados a una clínica de la Mutua Asepeyo.

Después de esto, sólo me queda comentar la burrada más grande del día de hoy. Si, Fraga, un exministro franquista que después fundó el PP, que a la pregunta: ¿Habría que ponderar el peso de los partidos nacionalistas en la política española?, nuestro aludido ha contestado “Habría que ponderar colgándolos de algún sitio”, y ante esto solo puedo decir: Toma democracia.
A mi todo esto me parece alucinante, que a día de hoy se siga manteniendo en un cargo a una persona así me parece una auténtica vergüenza.
En su intervención ha asegurado además que "la interpretación que hacen los nacionalistas de la Constitución carece de todo fundamento”. Vamos a ver, no se trata de interpretar o no la Constitución, pero me parece del todo hipócrita que un ministro franquista “defienda” la Constitución. Y todo sea dicho, una Constitución a la que los partidos se aferran, tratándose de una Constitución que se hizo como medio para “salir del paso” en lo que se refiere al período sucedido tras la muerte de Franco y que ha día de hoy, seámos sinceros, está obsoleta.

Así que en mi opinión, en esta competición de burradas, hoy ha ganado Fraga con diferencia.