martes, 9 de febrero de 2010

Lengua prohibida.

Ahí estaba.

La oscuridad lo rodeaba. No había luz. No había vida. No había nada. Y sin embargo ahí estaba.
Sentado en aquel suelo mohoso y frío, rodeado de un montón de nada, contando los minutos que quedaban.

Llevaba tantas largas horas solo, que ni el tiempo que contaba ni el pequeño espacio que tantas veces había recorrido con sus ojos le resultaba familiar. Nada lo era ya.

No recordaba el color del cielo, ni olor del mar. No recordaba el calor de las tardes del verano ni el frío de las noches del invierno. Sólo recordaba el silvido de viento.

Y si era lo único que recordaba era porque era lo único que había seguido viviendo. Aquél viento frío le acompañaba todos los días pues era lo único capaz de colarse en su celda.

Aquella oscura, triste y solitaria celda.

Llevaba tanto tiempo allí encerrado que ni siquiera podía recordar el aroma del pan recién hecho de por las mañanas, cuando su mujer se levantaba temprano y lo preparaba. Ni siquiera recordaba cuál era su oficio ni cuántos años tenía. Tal vez no fuese que no lo recordaba, sino que se lo habían arrebatado. Le habían quitado sólo.

Y volvía a ver el viento. Le llamaban loco por decir que lo veía, pero así era. Lo veía en sueños, o tal vez su memoria le devolvía a aquellos días en los que observaba a aquella chica apoyada en una barandilla en el puerto, mirando cómo zarpaban los barcos y cómo las olas chocaban con las rocas dándoles a estás el brillo que sólo el agua del mar y el sol podían darles.

Y veía como ese viento revolvía la larga melena dorada de dicha chica que un día lo amó. Y eso era para él el viento.

Recordaba su bello rostro, y sus lágrimas recorriendo su cara el día que le dijo que iban a tener un hijo. Aquél hijo al que nunca conocería.

Y ese viento loco...

Ese viento que le había hecho un hombre libre, un hombre que decía todo lo que pensaba, y que nunca dejó de luchar por aquello en lo que creía. Ese hombre que un día fue libre, y que ahora era un preso.

Lo cogieron. Le llamaron preso, le llamaron loco, le llamaron rojo, le llamaron nacionalista ¡le llamaron tantas cosas! Y sin embargo él simplemente quería que su puelo fuese tan libre como él mismo.

Le acunaron con canciones en su lengua. Le contaron historias tan hermosas en aquella lengua extraña que tanto amaba.

Y aquella lengua fue prohibida.

Y con ella, se prohibieron muchas cosas. Le cambiaron el nombre, le cambiaron el idioma... pero nunca consiguieron cambiarlo a él. Y por eso lo detuvieron. Le dijeron que por aquél amor no conocería a su hijo, pero él quería que su hijo supiese que su padre luchó hasta el final. Sabía que su mujer no lo odiaba por aquello, y por eso no cedió.

Y aquel amanecer era su último amanecer. Lo sabía. Pero no dejó que el miedo lo cegará en su última noche. Se limitó a ahuyentarlo con los pocos recuerdos que le quedaban. Y silvó en aquella celda cada una de las canciones que recordaba en su lengua. Y después las cantó. Y los fascistas no lo soportaron.

Y aún así, no consiguieron hacerlo callar.

Sólo le enmudeció el sonido de la puerta vieja que se abría tras la cuál le esperaban sus captores, que lo llevaban afuera.

Dió pasos firmes y no bajó la mirada, aunque tampoco los veía a ellos. Sólo veía aquél viento.

Lo situaron frente a un tapia, con otros hombres a los que no conocía. Un cura quisó bendecirlos y perdonarles los pecados. Pero allí a donde él iba, no necesitaba el perdón de ningún cura. Así que escupió al suelo en señal de rechazo y se colocó donde debía.

Entonces vió a los fascistas apuntando con sus armas a su cuerpo.

Recordó a su mujer y ese hijo que nunca conocería. No pudo despedirse de ellos. No le dejaron. Se enterarían de su muerte, y no les dejarían llorarle.

Y volvió a sentir aquél viento frío dándole en la cara. Vió que ese mismo viento hizo que las piernas de sus ejecutores temblaran, pero para él era lo más parecido a una caricia de su mujer.

Y volvió a cantar aquellas viejas canciones para que su voz se mezclara con el viento y llegase en susurros a los oídos de su mujer y su hijo.

Ni siquiera escuchó las balas salir de los fusiles, ni impactar contra su cuerpo. Cayó al suelo. Y miró al cielo. Y por fín vió el rostro de la mujer que había amado. Y cruzó su último recuerdo por su mente. Un beso que compartieron después de que ella pronunciase las más bellas palabras que existen:
- Maite zaitut.




IPAR HAIZEA

1 comentario:

Paula Eraso dijo...

Haizea maitia, suscribo una frase preciosa que describe mi forma de pensar: "Un hombre, cualquier hombre, vale más que una bandera, cualquier bandera" Eduardo Chillida
Musus