sábado, 17 de octubre de 2009

72 AÑOS EN EL OLVIDO.

Los primeros rayos de luz atravesaron la persiana, colándose por los recobecos y eso hizo que se despertara.
Arrugó su nariz, molesta, pero abrió los ojos. La luz era ténue. Eso implicaba que el cielo estaba encapotado.
Se levantó despacio de la cama y buscó en esa escasa oscuridad sus zapatillas. Una vez se hubo calzado, se apoyó sobre la mesita de noche para levantarse y caminó despacio en dirección a la
ventana. Allí subió la persiana y descubrió lo que ya había intuído: iba a empezar a llover.
Sonrió.
Su vista se perdió entre las nubes grises y permaneció allí, pensativa. Entonces recordó qué día era, suspiró y salió de la habitación.
Recorrió lentamente el lúgubre pasillo de la casa hasta llegar a la cocina. Como de costumbre, allí encontró a María.
María era una joven de 27 años, y se podía decir de ella que era toda una belleza. Su piel oscura como el ébano y su larga y rizada melena azabache cubría su espalda. Estaba preparando el desayuno. Vestía unos vaqueros desgastados y un jersey de lana blanco de cuello vuelto. Odiaba el frío.
A Arantxa en cambio, le encantaba. Le gustaba tanto, que aquella mañana al despertarse y ver que llovería, una sonrisa había asomado en su rostro. Absorta en sus pensamientos, había pensado que el hecho de que el cielo llorase aquel día era el mejor de los homenajes.
Buenos días Doña Arantxa. ¿Por qué no vuelve a la habitación? En seguida le llevaré el desayuno- saludó enérgicamente la joven.
No te preocupes María, no hace falta. Hoy quiero desayunar aquí- contestó ella.
De acuerdo- una sonrisa iluminó el rostro de María haciéndolo aún más hermoso.
Desayunaron una junto a la otra. Allí bebiendo ese delicioso y humeante café y esas tostadas algo quemadas con mermelada para disimular su sabor.
María había dejado el periódico en la mesa para que Arantxa lo leyese. Apenas había comenzado a ojearlo cuando vió algo que le interesaba y leyó esa sección. Al poco de terminar de leerlo le preguntó a María:
¿Cómo vamos a ir?
He hablado con mi hermano y ha dicho que él nos lleva. Estará aquí en una hora, así que llegaremos a tiempo.
Espero que no haya mucho tráfico por el camino.
No se preocupe, está todo bajo control.
En cuanto terminaron de desayunar, María se ofreció para ayudar a Arantxa a vestirse, pero aquél día prefería hacer todo por sí misma. Se sentía joven, tan joven como entonces, como si su alma hubiese vuelto a nacer.
Volvió a su habitación y dejó sobre la cama la ropa que se iba a poner: un conjunto sobrio de falda a media pierna color gris y una blusa blanca. Como llovía, usaría por encima su vieja gabardina negra, unos zapatos negros planos y unas medias del color de la piel.
A continuación, cogió su albornoz y se dirigió al baño. Se dió una ducha rápida y volvió a su dormitorio para vestirse. Una vez hubo terminado, se miró en su gran espejo. Miró con detenimiento aquellos dos colgantes de madera que llevaba en una cadena de plata que nunca se quitaba, y los besó. Se hizo su habitual moño en el pelo y aunque vestía como cualquier otro día, se veía más hermosa que nunca.
Y es que por primera vez desde hacía demasiados años, se descubrió a sí misma en el espejo. No era tan guapa como entonces. Su cara estaba poblada de arrugas y su cuerpo, antaño lozano, era ahora pequeño y delgado, pero por primera vez desde hacía tanto tiempo descubrió sus sombríos y grises ojos llenos de vitalidad e incluso se podría decir que había una pizca de alegría en ellos.
Volvió a la cocina donde ya la esperaban María y su hermano. La acompañaron hasta el coche y una vez se hubo subido en el asiento trasero junto a la joven, el hermano de esta arrancó.
Éste puso la emisora favorita de Arantxa; una en la que sonaba música folcrórica de la tierra. Ese gesto la hizo sonreír y él, al ver su sonrisa por el retrovisor, le devolvió la sonrisa. El silencio reinaba en el trayecto hasta que fue interrumpido por María:
Doña Arantxa, nunca me ha contado su historia- interrogó la morena.
Ha pasado mucho tiempo- contestó lúgubremente ésta-. Tal vez demasiado.
Nunca es tarde- se apresuró a replicar.
¿Estás segura? No quiero aburrirte con historias de ancianos.
Le hablo en serio cuando le digo que me encantaría escuchar su historia- una sonrisa complaciente asomó en sus labios.
De acuerdo- Arantxa tomó aire-. “Corría el año 1936, pero para entender mejor la historia es mejor que me remonte unos años atrás. Cumplí los 10 años en 1931. Mis recuerdos anteriores a aquella fecha me resultan lejanos y confusos. Pero basta esa fecha para comprender la historia. Aquel año fue un año grandioso. Mi padre siempre estaba hablando del cambio, un cambio que iba a mejorar nuestras vidas. Un cambio que nos iba a llevar a la libertad.
Yo entonces no entendía mucho, pero recuerdo las tardes de verano al sol, sentada con mi padre en el porche de casa. Yo esperaba ansiosa después de comer a que él llegase de trabajar: cuando ese momento llegaba, él entraba en casa, besaba a mi madre y después venía al porche conmigo y me leía poemas y me los hacía leer a mí para que practicase. Siempre eran poemas que hablaban de libertad, de sueños y de amor. Me encantaba pasar allí las tardes hasta que mi madre nos llamaba desde dentro para cenar.
Fueron unos años preciosos. Pero un día, en 1934 todo cambió. Eran las cuatro de la tarde, y como siempre, yo ya estaba en el porche esperando la llegada de mi padre. Pero nunca llegó.
Bien entrada la noche vinieron a avisarnos. Alguien había acabado con la vida de mi padre. Aquellos años habían sido más duros pero nunca pensamos que fuese a pasar. Y de repente, todo había acabado. Unos hombres lo habían asaltado por el camino de vuelta a casa y lo habían matado. Y todo porque no pensaba como ellos.
Es duro saber que una idea puede acabar con la vida de alguien.
Mi madre lloró durante días, pero yo no. Era incapaz de llorar porque no podía entender nada. Me limité a sentarme en el porche, con los libros de poemas de mi padre entre mis brazos a esperar que él volviese, aunque sabía que eso no iba a pasar. Pero aun así, seguí allí sentada, viendo como la gente venía a casa a dar el pésame a mi madre y cómo pasaba el verano. Después el otoño.
Y entonces sucedió algo. Mi madre se volvió a casar. No había pasado mucho tiempo desde la muerte de mi padre, pero ella quería ordenar su vida, y volver a la rutina. Se casó con un hombre que nos pudiera mantener. Pero no resultó como esperábamos. No era un hombre bueno.
Un día ese hombre salió al porche y cuando me encontró leyendo aquellos libros, me los cogió y los quemó en el fogón de casa. No conseguí salvar ninguno. Aquella noche sí lloré. Ese hombre me había arrebatado todo cuanto me quedaba de mi padre.
Lo odié. Aún lo odio. Lo odiaba tanto como a los hombres que habían matado a mi padre.
Pero no podía hacer nada contra él. Pensé en escaparme, pero no podía imaginar lo que aquél hombre le haría a mi madre si yo no estaba. Así que nunca dejé mi casa. Pero salía mucho. Encontré un nuevo pasatiempo. Subía al monte y allí arriba, sentada sobre una roca u otra, comencé a reescribir los poemas que me leía mi padre. Los tenía todos en mi cabeza así que no me resultó demasiado difícil. Siempre sola en aquél descampado volvía a estar con mi padre, recitando de nuevo aquellos viejos poemas.
Una tarde cualquiera mi soledad se acabó. Dos chicos aparecieron en el prado. Eran hermanos; el más mayor se llamaba Xabier y tenía 16 años y el pequeño se llamaba Jokin y tenía 14. Aunque eran del pueblo, parecían extranjeros. Eran muy guapos: tenían los rasgos muy marcados y eran rubios y de ojos claros como el cielo. Siempre llevaban al cuello un colgante de madera con un lauburu. Habían empezado a subir al monte a jugar entre ellos y un día así sin más, habían aparecido en mi prado. Nos faltó tiempo para empezar a jugar juntos, y de repente encontré en ellos el apoyo que me faltaba. Cuando estábamos demasiado cansados para seguir jugando, nos tumbábamos con la hierba de almohada y empezábamos a hablar. Entonces descubrí que hablaban de lo mismo que mi padre, pero de forma mucho más burda. Hablaban de libertad y de sueños. Y yo les hablaba de mi padre y les leía los poemas que él me había enseñado. Y al cabo de un tiempo, jugábamos menos y dábamos largos paseos por la montaña hablando de política.
Conforme pasaba el tiempo y yo me hacía más mayor pasaba más tiempo con ellos y menos en casa. Era normal, porque todas aquellas ideas que tenía iban tomando forma y cada vez me costaba más mantenerlas en secreto. El primer día que el hombre que se casó con mi madre me escuchó hablar de ello, se enfureció mucho. Y cuando me encontró sola en mi habitación, me dijo que era una loca estúpida, que si había quemado los libros de mi padre era por mi bien, para que no me desviase como él, y me dijo que daba gracias a Dios cada día porque unos hombres cuerdos hubiesen acabado con la vida de mi padre, porque gente como él era peligrosa. No sé cómo lo hice, pero me callé. Aguanté todo aquello que él decía, probablemente porque tenía miedo. Y ese miedo sólo se me pasaba cuando a la mañana, volvía a la montaña y me encontraba con Jokin y Xabier.
Fueron pasando los años, y a principios de 1936, Jokin y yo nos enamoramos. Yo tenía 15 años y era hermosa. Tenía el pelo castaño largo y rizado y los ojos grises. Vestía como un hombre con la vieja ropa de mi padre siempre porque era más cómodo para estar en el monte. El tiempo juntos era cada vez mejor. Cuando Xabi no podía venir con nosotros porque trabajaba, nos quedábamos solos. Aunque aquél hecho no cambió nada. Seguíamos los tres juntos, paseando y hablando de política.
Ese verano las cosas volvieron a cambiar. Habían vuelto los tiempos en que la gente como mi padre podía hablar abiertamente de sus ideas sin miedo a las represalias. Un tiempo por otra parte, que no duró mucho.
Y cada vez que tenía que volver a casa todo cambiaba: de ser feliz en el monte al terror en cuanto llegaba a mi casa. Empecé a sentir que aquellas cuatro paredes no eran mi hogar. Mi hogar estaba en el monte con Jokin y Xabier. Esas cuatro paredes eran mi cárcel personal. Una cárcel, que por otro lado se amplió hasta el día de hoy. Se amplió a todo el mundo.
Y cada noche, aquél hombre me repetía una y otra vez el discurso de que daba gracias a Dios por la muerte de mi padre.
Un día no lo aguanté más. Y esa noche fue el principio del fín.
Cuando él estaba diciéndome todo aquello, me incorporé, me puse de pie a su altura y le dije que yo no creía en Dios porque había permitido que se llevasen a mi padre, pero que si existiese, yo rezaría por que la gente como él desapareciese y rezaría por la libertad de mi pueblo.
El me pegó. Me dio una paliza que me dejó marcas por todo el cuerpo. Pero no consiguió acallar mi voz. Ni entonces ni nunca.
Al día siguiente, antes del amanecer yo salí de casa. Había llorado durante toda la noche y no podía soportar el saber que estaba durmiendo cerca de él, así que salí antes que el sol. Subí al monte sola y busqué debajo de la roca en la que tenía escondidos los poemas de mi padre y saqué aquellas hojas viejas. Los leí a voz en grito con el viento en la cara.
Apareció el sol, y con él mis amigos. Me encontraron de espaldas pero ya no quedaban lágrimas en mi cara. Cuando me vieron los golpes, me preguntaron que había pasado. Maldigo ese día. Si no hubiese dicho nada, las cosas podrían ser diferentes. Pero no me callé. Les conté lo que había estado aguantando durante años, lo que había pasado la noche anterior... todo. Ellos me dijeron que había sido muy valiente, y él un cobarde. Y entonces dijeron que eso no iba a quedar así. Yo les dije que no hicieran nada, pero vi el odio reflejado en sus ojos. Y el odio es algo muy dificil de controlar.
Bajaron el monte en dirección a mi casa. Yo iba tras ellos suplicándoles que no hiciesen nada, pero no me escuchaban. Cuando llegaron, encontraron a aquél hombre terminando de desayunar para ir al trabajo. Esperaron a que saliera al porche y allí lo cogieron.
Los golpes que le dieron, fueron peores que los que recibí yo. Mientras lo golpeaban, el me miraba con una sonrisa en los labios. Entonces supe que todo aquello iba a salir muy mal.
Llegó la tarde, y con ella el final.
Fueron a buscarlos a casa y se los llevaron. Cuando los ví pasar, salí tras ellos, pero Xabier me vio y me indicó que me escondiera. Aun así les seguí. Entonces llegaron a su destino en el que se encontraron con otros amigos suyos, todos formando una línea en frente a la tapia del cementerio. Yo seguía escondida, viéndolo todo.
Aquellos hombres les dijeron que estaban condenados a muerte. Y antes de que me diese tiempo a reaccionar, sacaron sus armas y los fusilaron sin piedad. Y entonces sentí un vacío que no sentía desde la muerte de mi padre. No pude llorar. No creía lo que acababa de ver. El ruido de los balas al ser disparadas se entremezclaba con las risas de aquellos hombres que estaban asesinando a mis amigos.
Cuando se marcharon, corrí hacia ellos. Xabier y Jokin estaban muertos. Allí tendidos en el suelo, rodeados de la sangre que salía aun de sus heridas. Me quedé allí quieta durante una hora. Sin abrir la boca, con las lágrimas saliendo de mis ojos y sin poder evitarlo. Cogí sus colgantes con el lauburu al llegar la noche y volví a mi hogar. Subí a aquel monte y saqué los poemas de mi padre de debajo de las rocas. Cavé un hoyo y envolví los colgantes en los poemas y los enterré.
Finalmente volví a mi cárcel. Allí encontré al hombre que se había casado con mi madre, sentado en la cocina con una sonrisa en los labios. Entonces le pregunté:
¿Donde está mi ama?
Tu madre está durmiendo- dijo satisfecho.
Bueno, así lo tendrás más fácil para volver a pegarme como un cobarde- dije, desafiante.
¿Has estado llorando?- preguntó irónico al ver los rastros de lágrimas en mí cara.
Déjame en paz- le dí la espalda y me coloqué en la mesa y me puse a cortar pan buscando algo con lo que entretenerme.
No seas desafiante niña, tus amigos ya no están aquí para defenderte- dijo él sonriendo. Escuchó cómo yo inalaba aire por la sorpresa-. ¿No lo sabes? Yo advertí a las autoridades sobre ellos. Les dije que eran rojos. Es más, yo mismo he ayudado a fusilarlos. Como asesiné a tu padre en su día.
¡Cállate! ¡Eres un maldito cobarde!-sólo conseguí gritar.
Vamos, no te pongas así, uno de ellos sobrevivió- dijo irónicamente-. ¿No lo sabías? Resulta que el más pequeño, Joaquín creo que se llamaba, no estaba muerto, lo fusilamos mal. Pero el muy desgraciado se arrastró hasta el convento y pidió auxilio a las mojas- y entonces, entre carcajadas concluyó-. ¡Pero ellas fueron correctas, le cerraron la puerta y nos llamaron para que terminásemos el trabajo! ¡Tendrías que haber visto cómo lloraba! ¡Como un niño pequeño!
No lo aguanté más, me di repentinamente la vuelta y le clavé el cuchillo con el que estaba cortando el pan. No sé si lo maté. Pero tuve que huír. Subí a mi habitación lo más rápido que pude, cogí un par de cosas y me fui de casa.
No sabía a donde ir, y me pasé tres días andando por el monte, hasta llegar a otro pueblo. Allí vivían los hermanos de mi padre. Me acogieron y a las dos semanas habíamos cruzado la frontera. Nos exiliamos. Estuvimos 40 años fuera. En una prisión gigante, sin poder volver a casa. Pero en el año 76, un año después de la muerte de Franco, volvimos.
Volví a mi pueblo, pero allí no quedaba nada para mí. Sólo dos viejos colgantes y unas hojas que tal vez el tiempo hubiese borrado. Aun así subí al monte a por ellos. Y los encontré en el mismo lugar en el que los había dejado. Me puse los dos colgantes iguales en una cadena de plata que ya nunca me he quitado.
Me mudé a Pamplona y allí pasé mis días hasta hoy”.
Cuando terminó su historia, María no pronunció una palabra. Se limitó a mirarla con gesto de ternura y admiración. Entonces llegaron a su destino.
Ella se bajó del coche acompañada por la joven y su hermano.
Aquél cielo gris cubría su cabeza. No había parado de llover en toda la mañana y sin embargo aquél día tan oscuro era probablemente uno de los días más brillantes de su vida. Aunque aquello tampoco resultaba dificil. Era ya una anciana. Contaba con nada menos que 87 años. Y sin embargo, se sentía como si tuviese 15 de nuevo. Los recuerdos la sorprendieron durante toda la mañana, no había podido evitarlo, aunque tampoco quería.
Volvió a mirar al cielo y descubrió cómo las nubes ya no dejaban ver ni un ápice del sol. Daba lo mismo. La luz emanaba de los presentes. Ellos solos conseguían que el mundo pareciese más perfecto, y ni la hierba húmeda bajo sus pies la molestaba. Aquél día no sentía ningún dolor. Ni el frío en los huesos, ni el viento cortante contra la piel.
La gente comenzaba a aparecer. La hierba ya no era hierba, era barro. Los autobuses llegaban al pueblo desde todos los lugares. También había coches aparcados por todas partes. Todo estaba preparado para la inauguración. Las personas se colocaban de forma bastante ordenaba pues todos querían verlo. También querían escuchar.
Por primera vez iban a contar historias olvidadas y por primera vez esas historias iban a ser escuchadas con respeto y con orgullo en “el pueblo de las viudas”.
Había pasado mucho tiempo, pero al fín se iba a hacer justicia.
Dirigió su mirada hacia el monumento. Era precioso. Representaba todo. Todo el dolor, pero también todo el valor y toda la memoria. Era enorme, tan grande como el recuerdo.
Escuchó los discursos con orgullo. Miró a la gente a su alrededor. Gente normal que sonreía por primera vez desde hacía tiempo, como ella. Algunos portaban banderas republicanas, otros ikurriñas. Un sueño no tan lejano.
Al finalizar el acto y cuando la muchedumbre se fue dispersando, ella acudió sola a ver la placa conmemorativa, con todos aquellos nombres. Nombres de personas que habían luchado. Y entre todos aquellos nombres, encontró los de las dos personas que habían cambiado su vida. Aquellos dos hermanos que la defendieron de todo, aquellos dos hermanos que habían muerto por pensar que los sueños podían hacerse realidad.
Y entonces un nuevo pensamiento acudió a su mente:
Gora Sartaguda!

1 comentario:

Nabaizaleok dijo...

¡Que recuerdos, Haizea!

Y como lo pasamos despues en aquel Restaurante de Carcar...

Patxi Txungur